viernes, 4 de octubre de 2013

BERLIN MARATHON 2013 - LA MEJOR CARRERA DEL MUNDO

Todos los hombres libres, dondequiera que ellos vivan, son ciudadanos de Berlín. Y por lo tanto, como hombre libre, yo con orgullo digo estas palabras “Ich bin ein Berliner”


John Fitzgerald Kennedy (26 de junio de 1963)

El 29 de septiembre de 2013 el despertador suena a las 6. El dolor de garganta ha desaparecido y me encuentro francamente bien. Nos vamos a desayunar. Fátima se pone hasta arriba. Yo, un plátano, una barrita y un zumo de naranja. Volvemos a la habitación y hacemos tiempo, ya que hasta las 7:45 no hemos quedado. Ponemos el telediario y al poco empiezo a prepararme. Todo en su sitio y la bolsa para dejar al guardarropa con todo lo que voy a necesitar. Bajamos al hall.



Aunque el ambiente es muy distendido, los rostros reflejan concentración. Todos sabemos, o mejor dicho intuimos, hacia donde nos vamos a dirigir en apenas unos minutos. La salida es dentro de una hora, así que no hay mucho tiempo que perder. Salimos a la calle. Hace frio pero menos que ayer. Nos hacemos la foto de grupo y entonces me despido de Fátima. No era aconsejable que viniera a la salida por la multitud que hay. Me desea suerte y empezamos a andar por el mismo camino que emplee en mi trote de ayer. Hablando con un par de compañeros observo que le falta el chip en la zapatilla. Menos mal, estamos a tiempo y se vuelve al hotel a cogerlo. La calle por la que vamos es un auténtico peregrinaje de corredores silenciosos.



Enseguida llegamos a la valla de acceso, a esa a la que solo puedes entrar si tienes dorsal. Esa que separa a los cuerdos de los locos, a los cautos de los soñadores. La rebasamos entre grandes medidas de seguridad y nos caen unas cuantas fotos.



Ahora toca buscar nuestro stand de guardarropa (hay más de cien). Mi dorsal es de los últimos, así que está donde Cristo perdió el gorro. Me despido de dos compañeros. Y antes de dejar la bolsa, comienza mi protocolo. Saco el MP3 y vuelvo con la 2ª de Mahler. Esta vez es diferente. Frente a mí el Reichstag, a mi izquierda la cancillería, y a mi alrededor, los corredores se cuentan por decenas de miles. Acabo con el ritual. Me quito la chaqueta barata. Finalmente no la voy a llevar puesta para tirarla por el camino. La temperatura es buena. Además nos dan unos plásticos amarillos para protegernos. Me doy vaselina, me pongo la cinta del pelo y las gafas y me meto cinco geles en el bolsillo de las mallas. Me acerco al guardarropa y dejo mi bolsa convenientemente marcada.

A partir de aquí, comienza mi camino hasta la Avenida del 17 de Junio, esa que se sitúa entre la Puerta de Brandenburgo y la Columna de la Victoria, y donde se halla tanto la salida como la meta de la Maratón. Decido ir trotando un poco y haciendo algún estiramiento, ya que después no voy a poder. Las señales te van enseñando el camino hacia tu corral. El mío es el G. Cuando llegue tengo que ir al baño, ya se sabe, el del miedo. Sin embargo, en un lateral del camino veo que mucha gente, hombres y mujeres, han decidido hacer uso del baño al aire libre y ahí que voy. A partir de aquí el camino es más lento, ya se ve el corral, hasta que consigo entrar, después de que una voluntaria compruebe que ese es mi sitio. Avanzo un poco y me paro. A unos 100 metros delante de mí está el arco de salida. Tras él, los mejores fondistas del mundo y yo, compartiendo asfalto, sueños y emociones con ellos.



Apenas quedan 5 minutos. Hago unos pequeños estiramientos y mi corazón empieza a acelerarse. Por mucho que levante la cabeza hacia cualquier lado no consigo ver donde acaba la gente. En ese momento, comienzan los primeros compases de una canción que quedará grabada a fuego para siempre en mi cabeza desde entonces. Se trata de “Sirius”, la introducción del tema “Eye in the Sky” de Alan Parsons Project. Solo se ve interrumpido por una voz metálica: One minute. Una emoción indescriptible se apodera de mí. Thirty seconds. Pienso en todo lo que ha costado llegar hasta aquí. Fifteen seconds. No me llega la saliva a la garganta. Five, four, three, two, one…



Entonces, Haile Gebresselasie, el más grande de todos los tiempos, da un disparo al aire. Nosotros no vemos nada, pero lo intuimos todo. Lo que sí que vemos es una cantidad inmensa de globos amarillos soltados al aire. Empezamos a aplaudir como locos, tenemos que soltar la adrenalina por algún lado. El momento no se puede describir. Si uno no está allí, jamás podrá entender de lo que hablo.

A continuación, entran los tambores de Safri Duo. Por supuesto, no nos hemos movido ni un metro. Así durante un cuarto de hora. Entonces volvemos a escuchar “Sirius” y otra cuenta atrás. Ya en Zaragoza me entero de que dividen la salida en tres bloques, con su protocolo idéntico para cada uno. Unos metros más adelante empieza el movimiento y ocurre algo que me deja sin habla. Justo en ese momento, antes de empezar la aventura, veo a un montón de gente abrazándose. Parejas, hermanos, amigos. Abrazos que lo dicen todo. No saben lo que les depararán esos temibles 42 kilómetros, pero están juntos en esto. En ese mismo instante me doy cuenta de que ya he ganado. El hecho de estar allí ya es una victoria. Pase lo que pase.

Empiezo a avanzar, por fin. Caminamos y paramos conforme nos acercamos al arco. Y así hasta que llegamos a él. Ahora sí, cambio el paso por la zancada. Cruzo la alfombra. Estoy corriendo el Maratón de Berlín.



Avanzamos por la avenida. El ritmo es lento. No se puede cambiar, no hay ni un metro por cada lado con respecto a otros corredores. Adelantar implica recibir pisotones y codazos, de modo que decido esperar y adaptarme, aunque me gustaría ir más rápido. Pasamos la Columna de la Victoria, majestuosa. Avanzamos hacia la salida del parque y a continuación giramos a la derecha para cruzar el río y llegar al Moabit. El segundo kilómetro ha ido más rápido, pero el tercero se ha estrechado y ha vuelto a caer. Así, a trompicones, nos zampamos 5k en un visto y no visto. Salimos del Moabit y cruzamos el río por el puente junto a la cancillería, la única rampa de toda la carrera, de unos 30 metros, no os penséis. Volvemos a cruzar el río y en la bajada se produce una vista sobrecogedora, la avenida abarrotada de corredores. No se ve ni un mínimo hueco. El problema es que ya vamos por el km 8 y no he podido coger mi ritmo. Veo gente de mi corral que no llegará en menos de 5 horas. Desconozco el motivo de salir delante cuando no es ese tu lugar, pero si conozco sus consecuencias.

Al final de esta avenida me espera Fátima. No sé si podré verla. Desde que hemos salido los dos lados de la carrera han estado atestados de gente animando. Es brutal. Adelanto a un chino mandarín, con su gorro cónico y todo. Empiezo a buscar a Fátima donde habíamos quedado y ¡Bingo!, justo antes de girar a la izquierda. Le pego un grito porque ella no me había visto. Trata de hacerme una foto pero no lo consigue. Será que voy muy rápido. A unos que pasaron algo antes si que les saco foto.



Justo a continuación, una chica se tropieza con las vías del tranvía y da con su cara contra el suelo. El golpe retumba. Me vuelvo para comprobar que muy probablemente allí ha acabado su carrera. Hay que estar atento porque nos puede pasar a cualquiera. En el km 11, me empieza a molestar la uña que me reventé en la media de Soria y rezo porque no vaya a más. De forma inconsciente, cargo la pisada en el otro pie. Nos dirigimos hacia la Alexander Platz. La descomunal torre nos marca el camino, pero antes de llegar giramos a la izquierda para rodearla. Llegamos a una rotonda que es una pasada. Varias filas de gente se agolpan para animar. Comienzan a aparecer los daneses, vistosos y ruidosos. Debe estar media Dinamarca corriendo la Maratón.

A bajo ritmo, pero con paso firme, nos acercamos a la media maratón. Las calles siguen llenas de gente. Unos chavales han sacado al balcón de su casa, un primero, dos bafles enormes y han puesto música a tope. Hoy vale todo. En cuanto a la gente de la calle, es para vivirlo. Todo el mundo con silbatos, carracas, trompetas, vuvucelas o dando palmas durante 42 kilómetros. En los avituallamientos es donde peor lo paso. No dan botellas porque podría ser peligroso, y yo no soy capaz de beber del vaso sin pararme. Eso me penaliza el kilómetro correspondiente. De todas formas, los últimos kilómetros están saliendo mejor, moviéndome entre 5’20 y 5’30. Aunque sé que tengo que ganar algo más de tiempo, voy tranquilo y me encuentro bien, pero no súper.



Momento mágico. Debajo de un puente, un grupo está tocando en unos barriles tipo Mayumaná. Aquello retumba que no veas. Es inevitable incrementar el ritmo.
Paso la media con unos tres minutos ganados sobre las 2 horas. No es mucho. A partir de ahí llega una avenida muy arbolada, y al transcurrir por la sombra noto que tengo frío  El día es fantástico y llevo más de dos horas corriendo, por lo que no debería sentir ese frío. Este dato, y un herpes que arrastré la semana siguiente me confirman que debía estar corriendo con algo de fiebre. Quizás el frío del sábado me ha jugado una mala pasada.

En cualquier caso sigo avanzando, pero me cuesta mucho bajar de 5’40, por lo que no pierdo tiempo, pero tampoco lo gano. El problema es que no tengo margen y las sensaciones no son buenas. De todas formas sigo disfrutando de esta fiesta, tratando de saborear cada paso, por duro que este sea. Un cartel reza: “Bier 13 km.” No suena nada mal. Sigo arañándole metros al asfalto, a ritmo constante que solo varía cada vez que llega un avituallamiento y bebo hasta tres vasos de agua acompañada del correspondiente gel. El problema es que no digiero el agua. Llevo en el pecho el primer vaso. Por fortuna, la uña parece que va a aguantar, y también una del otro pie que he clavado en la zapatilla en un frenazo ante una cruzada de uno que iba a por agua.

A partir del 30, con las largas paradas en los avituallamientos, se me van los kilómetros a 6 minutos. Me estoy comiendo el escaso margen que tenía y creo que el tema sólo puede ir a peor. Atravesamos la K-Dam, una avenida de tiendas de alto standing de la que sólo quiero escapar. A la derecha hay un niño de 13 años tocando la batería de forma salvaje. ¡Qué espectáculo! En el 35,5 mis temores se confirman. Mi cuerpo ha dicho basta. La carrera se convierte en trote y el trote en paso. He reventado. Además no se trata del muro, no es un problema de energía que vaya a poder solucionar. Simplemente mi cuerpo no está en condiciones. Soy consciente de que me esperan 7 km que no van a ser fáciles, pero cuento con el apoyo de la gente. Además, esta parte del circuito la conozco y eso me lo hará más llevadero.

En el 37 giramos a la izquierda para enfilar la Postdamer Strasse que nos llevará a la Postdamer Platz. Allí tendría que estar Fátima, pero supongo que ya se habrá marchado, creyendo que habré pasado y no me ha visto. En esta calle, un chaval americano me ve arrastrando mis pies por el suelo, se fija en mi dorsal y no lo duda, se pone a mi lado y empieza a gritar como un loco: “Go, Dani, go, go” mientras me aplaude. No hay idiomas, no hay razas, no hay fronteras. Solo personas dándolo todo y personas que sólo necesitan conocer tu nombre para ayudarte. Gracias amigo. Gracias a todo el público. Lo que hacéis es impagable.

Efectivamente, Fátima ya no está. Encaro la Leipziger Strasse que acaba en el km 40, cuando se gira a la izquierda para afrontar el último tramo. Antes del giro, un corredor me adelanta mientras voy andando y me grita “come on”. Saco fuerzas de donde no las hay y consigo seguirle. A partir de aquí, que es donde está el último avituallamiento, consigo hacer lo que queda corriendo. No quiero pasearme por esta zona tan maravillosa, abarrotada de gente, apareciendo derrotado. Dejamos a la izquierda la Gendarmenmarkt, con sus iglesias y su sala de conciertos espectacular. Estoy reventado como nunca lo había estado, y sin embargo sigo disfrutando como un enano. La medalla está cerca (y la cerveza también).



Últimos dos giros antes de la Unter den Linden. ¡Qué ganas de ver aquello! Mis expectativas se superan. Aquí hay miles de personas. Hace dos horas han visto pasar a los hombres más rápidos del planeta, pero no decaen en su empeño por empujarnos hasta el final. Levanto la vista y la veo. La Puerta de Brandenburgo me contempla respetuosa. Aquella que durante años separó dos mundos, hoy nos recibe para unirnos para siempre a la gloria. Paso por debajo. Alzo los brazos. Mira al frente y me doy cuenta de que la meta aún está lejos, pero ya todo da igual.




Saboreo cada momento. Hay un montón de niños a la izquierda extendiendo sus manos. Las choco todas. Y ahora sí. 20 metros, 10, 5… y la atravieso. Levanto los brazos. Los 16 minutos que me he ido sobre las 4 horas son solo un número incapaz de reflejar la experiencia que acabo de vivir. Soy feliz. Ando unos metros, y ahí está, mi medalla. La que dice que acabo de terminar la carrera más maravillosa del mundo.



Sigo avanzando. Fotos, agua, isotónica, un plátano, una bolsa. La abro y encuentro un croissant de chocolate. Me lo zampo y sigo avanzando en busca de mi guardarropa. Solo pienso en encontrarme con Fátima y poderle contar todo. Recojo la bolsa. Me pongo la chaqueta y trato de llamarla de forma infructuosa. Sobrecarga en las líneas. Si consigo hablar con mi madre y le cuento que ya tengo mi medalla, y lo que ha costado conseguirla. Lo primero que le pregunto es si ha habido record del mundo, no me he enterado, y me confirma mis sospechas, pues por la megafonía me había parecido escucharlo. Wilson Kipsang había corrido en 2h 03’ 23”. Menudo animal. Y yo había corrido en la misma carrera. Mi madre tampoco puede hablar con Fátima, pero afortunadamente habíamos puesto un punto para quedar el día de antes. Entre tanto me voy comiendo unas barritas saladas. Allí estaba. Le doy un abrazo y le empiezo a contar…

De vuelta al hotel, encuentro con otros runners ye intercambio de vivencias. Rápidamente a la ducha y de ahí a comer. Sueño con una hamburguesa gigante y una jarra de cerveza. Nos encontramos en el hall con unos amigos cordobeses que buscan lo mismo. Lo encontramos a apenas 50 metros de la puerta.



De ahí a la siesta, y un paseíto por la noche para descargar las piernas. La cena la hacemos en The Level, y a continuación a la cama. A las 10 ya estamos en el sobre. Demasiada tralla.

Amanecemos a las 8. Después de hacer la maleta, tenemos tiempo de sobras para un último paseo por esta increíble ciudad. La isla de los museos, el ayuntamiento rojo y la Alexander Platz, esta vez sin correr. La resaca de la Maratón está en toda la ciudad. Las escaleras del metro son un lento peregrinar de cuerpos maltrechos, cojeras momentáneas y pies doloridos. Eso sí, nadie, incluido yo, ha perdido la ocasión para lucir sus camisetas, chaquetas e incluso medallas conseguidas en la dura batalla librada el día anterior. Volvemos a casa con los deberes hechos.

Regresamos al hotel para las primeras despedidas, aunque será ya en Barajas cuando nos separemos de nuestros buenos compañeros de viaje. En el vuelo volvemos a coincidir con Miguel Gamonal. Este año ha quedado el 20° con 2h 17’. No ha salido en los telediarios, ni en la portada del Marca. Probablemente ni siquiera en el interior. Seguramente el desayuno de Messi o la novia de Ronaldo copaban lo que algunos osan llamar información deportiva. Para los que empezamos a saber lo que es el deporte de verdad, correr una maratón por debajo de 2h 20’ es de otra galaxia. Enhorabuena Miguel.



Después del avión llega el tren, y por fin Zaragoza. Aquí nos despedimos de Carmelo, con el que seguro que toca compartir algún entrenamiento por la orilla del Ebro. Llevo puesta mi medalla. Salí cinco días antes de ella con la promesa de traerla y aquí está. Por supuesto, nada de esto habría ocurrido sin todos los que estáis allí, empujándome e interesándoos por mi. Mención especial para mi infatigable compañera en todas estas locuras, Fátima, capaz de andar deambulando por Berlín durante horas mientras yo doy vueltas corriendo.



La semana siguiente es de recuperación, de análisis y de reflexión. El año que viene atacaremos París. Pero si hay algo que tengo claro, es que, no se cuándo, volveré a correr en Berlín.

Auf wiedersehen.

BERLIN MARATHON 2013 - ANTES DE LA CARRERA

Sentir antes de comprender.

Jean Cocteau. Escritor, pintor y coreógrafo.

Poco a poco voy asimilando lo que he experimentado estos últimos días, tratando de recordar los detalles, de guardar en mi mente el mayor número de vivencias que experimenté.

En pocas palabras, la Maratón de Berlín no es una carrera, o al menos, no tan solo. Se trata de una mezcla de aventura, pasión, amistad y compañerismo que va mucho más allá de las horas que dura el trayecto, sean dos o sean siete.

Iniciamos el viaje el jueves por la noche, cogiendo un tren que nos llevó a Madrid, donde pasamos la noche para, al día siguiente, estar a las nueve en Barajas. Allí nos esperaban Miguel Ángel, Joan y José, los encargados de coordinar nuestro viaje de la agencia Marathinez, cosa que hicieron de forma magistral. Allí también conocimos a otros compañeros de viaje, una pareja de Gijón y a Carmelo, otro maño que decidió emprender este reto, aunque él ya tenía más experiencia en estas lides.

Ya en la sala de embarque se empieza a intuir la dimensión de nuestra aventura. Zapatillas de running, chándales de equipos y bolsas de deporte empiezan a hacerse familiares. El avión está lleno de corredores. Las conversaciones no tienen que ver con la ciudad a la que nos dirigimos, sino que hablan de tiempos, de geles, de avituallamientos.

A mitad de vuelo me levanto para ir al servicio, y cuando vuelvo el chico de atrás me pregunta si voy a correr. Le contesto que sí, pero que llegaré más tarde que ellos. Él me contesta que sobre todo de su compañero. Se trata de Miguel Gamonal, campeón de España de Maratón en 2010 y 15° en Berlín el año pasado, con 2 h 13’. Casi nada. Eso sí, no viaja en business, como los deportistas de “élite” que le dan patadas a un balón. Me pego un buen rato hablando con ellos. Una gozada.

Casi tres horas después de despegar en Madrid, nos acercamos a nuestro destino. En ese momento ocurre algo que me hace tomar conciencia de aquello en lo que me he metido. La azafata del vuelo nos da la bienvenida a Berlín, nos desea una feliz estancia y a continuación dice: “y mucha suerte para todos los que corren la maratón”. Mis pelos como escarpias por primera vez, y serán muchas, durante estos cuatro días.

Aterrizamos en la maravillosa capital de Alemania a mediodía y una furgoneta nos espera para llevarnos al hotel, guapísimo y en pleno centro. Ese va a ser nuestro cuartel general. El nuestro y el de mucha gente.



Dejamos las maletas y a comer, porque a las 5 hemos quedado para ir a la feria a por el dorsal. Aquí nos encontramos con otros integrantes del grupo que volaban por su cuenta. Algunos primerizos, otros veteranos, pero todos con ganas de enfrentarse a las calles de esa ciudad que pisamos. La feria no tiene nada que ver con ninguna otra que haya visto. Adidas tiene un pabellón entero y hay stands para aburrir. Por supuesto, después de recoger la bolsa y el dorsal, el 34.786, algún trapito cae, por mi parte y por la de Fátima. También aprovecho para dejar un recuerdo en "el muro" para los Beer Runners.







Esa noche, cenamos en un italiano junto al hotel con los de la agencia y Carmelo y a dormir, que el día ha sido largo y hay que madrugar a la mañana siguiente.

El sábado a las 7 suena mi despertador. He decidido aclimatar mi cuerpo para el día siguiente, así que me calzo las zapatillas y me voy a trotar. Me dirijo a la salida pasando por la orilla del Spree, dejando a la izquierda el Reichstag y llegando al Tiergarten. Estoy totalmente enamorado de esta ciudad.

En la zona de meta están montándolo todo. Por la tarde es la prueba de patinaje en línea y tiene que estar listo. Continúo mi camino hacia el monumento al holocausto y de allí para el hotel. Me he cruzado con cientos de runners de todos los países imaginables en mi pequeño entrenamiento. Una pasada. En el hotel subo al gimnasio a estirar y de allí a la ducha y a desayunar con Fátima que ya está en pie.

De ahí nos vamos a hacer un recorrido por los puntos por donde me puede ir a ver durante la carrera, pasando por la zona de salida, que impone muchísimo respeto. A continuación, un poco de turismo. Puerta de Brandenburgo, Postdamer Platz y el Muro.







Comemos a la ribera del Spree rodeados de corredores por todos lados. Se respira Marathon por cualquier rincón de la ciudad. Después, antes de la siesta, nos vamos a ver la prueba de patinaje, alucinante. El ganador empleó menos de una hora en hacer la Maratón.



Tras la siesta, nos vamos a Checkpoint Charlie. De ahí a cenar en el mismo italiano que el día de antes. Allí nos aguarda esta sorpresa:



He cogido algo de frío en la garganta, pero un café en The Level, nuestro privado del hotel, me la ha arreglado. La noche toledana me espera, y digo toledana porque si ya de por si es difícil conciliar el sueño antes de cualquier carrera, lo de esta bate todos los records. Pese a todo duermo bien, levantándome una sola vez. Mañana nos espera un gran día.